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martes

Evangelio diario meditado - Necesidad de la vigilancia

Necesidad de la vigilancia
Lucas 12, 35-38. Tiempo Ordinario. La felicidad del cielo es para los que han sabido ser felices en la tierra.

Lucas 12, 35-38

«Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá. Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así, ¡dichosos de ellos!


Reflexión


Según la Imitación de Cristo, no hay que tener miedo a la muerte si estamos con la conciencia tranquila. Cristo, en efecto, no sólo no nos mete miedo respecto a la muerte, sino que nos la presenta nada menos como el momento en que Dios nos hará sentarnos a la mesa y él mismo nos servirá. «Dichosos aquellos a los que el Señor encuentre despiertos», nos dice Cristo. Para Jesús, hasta el más espantoso de los males del hombre, la muerte, se convierte en tema de alegría profunda.



«Ven muerte tan escondida, / que no te sienta venir, / porque el placer de morir, / no me vuelva a dar la vida».

Estos versos parecen propios de un loco, de un desesperado o de un acertijo macabro y sin embargo, pertenecen a una doctora de la Iglesia como es Santa Teresa de Jesús. Ella decía -tras sus arrebatos místicos- que quisiera pasarse la vida hablando sólo con Dios, sin los estorbos de las cosas terrenales. La muerte, para ella, era llegar a ese encuentro ininterrumpido con Aquél que es todo amor.

¿Porqué no llamar a la muerte placer si es el momento en el que Dios nos va a dar el premio por haberle servido con diligencia? Así lo pensaron tantos santos en medio de una locura de amor y de fe. Así lo pensaba San Pablo, quien fue llevado al cielo y después de verlo sólo fue capaz de decir que «ni el ojo puede ver ni el oído oír lo que Dios tiene reservado para los que le aman», repetía a los cristianos que su máximo deseo era acabar ya esta vida para unirse a Cristo para siempre. Estos testimonios nos dan ejemplo de lo que podemos llegar a descubrir en nuestra vida.

La felicidad del cielo es para los que han sabido ser felices en la tierra. Y esa felicidad se nota en la alegría que tenemos; ésta es parte integrante de la vida del cristiano, es una virtud que no se corresponde siempre con risas, ni carcajadas. Es algo más hondo que nos lleva a estar contentos incluso en los momentos de aflicción. La alegría es fruto del abandono, y sobre todo del encuentro con Cristo. Por eso, la causa fundamental de alegría es la oración. Si tenemos algún pesar hemos de rezar, y pedirle luces a Jesús y ayuda para conocer qué nos produce tristeza, qué nos hace no sentir la dicha de ser hijos de Dios. La alegría es experiencia previa, en esta vida, de lo que será la alegría eterna que será para siempre, y tiene como fundamento el sabernos hijos de Dios; el saber que nuestro Padre es todopoderoso y nos quiere más que ningún padre o madre en la tierra a sus hijos.
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Necesidad de la vigilancia
Lucas 12, 35-38. Tiempo Ordinario. La felicidad del cielo es para los que han sabido ser felices en la tierra.

Lucas 12, 35-38

«Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá. Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así, ¡dichosos de ellos!


Reflexión


Según la Imitación de Cristo, no hay que tener miedo a la muerte si estamos con la conciencia tranquila. Cristo, en efecto, no sólo no nos mete miedo respecto a la muerte, sino que nos la presenta nada menos como el momento en que Dios nos hará sentarnos a la mesa y él mismo nos servirá. «Dichosos aquellos a los que el Señor encuentre despiertos», nos dice Cristo. Para Jesús, hasta el más espantoso de los males del hombre, la muerte, se convierte en tema de alegría profunda.



«Ven muerte tan escondida, / que no te sienta venir, / porque el placer de morir, / no me vuelva a dar la vida».

Estos versos parecen propios de un loco, de un desesperado o de un acertijo macabro y sin embargo, pertenecen a una doctora de la Iglesia como es Santa Teresa de Jesús. Ella decía -tras sus arrebatos místicos- que quisiera pasarse la vida hablando sólo con Dios, sin los estorbos de las cosas terrenales. La muerte, para ella, era llegar a ese encuentro ininterrumpido con Aquél que es todo amor.

¿Porqué no llamar a la muerte placer si es el momento en el que Dios nos va a dar el premio por haberle servido con diligencia? Así lo pensaron tantos santos en medio de una locura de amor y de fe. Así lo pensaba San Pablo, quien fue llevado al cielo y después de verlo sólo fue capaz de decir que «ni el ojo puede ver ni el oído oír lo que Dios tiene reservado para los que le aman», repetía a los cristianos que su máximo deseo era acabar ya esta vida para unirse a Cristo para siempre. Estos testimonios nos dan ejemplo de lo que podemos llegar a descubrir en nuestra vida.

La felicidad del cielo es para los que han sabido ser felices en la tierra. Y esa felicidad se nota en la alegría que tenemos; ésta es parte integrante de la vida del cristiano, es una virtud que no se corresponde siempre con risas, ni carcajadas. Es algo más hondo que nos lleva a estar contentos incluso en los momentos de aflicción. La alegría es fruto del abandono, y sobre todo del encuentro con Cristo. Por eso, la causa fundamental de alegría es la oración. Si tenemos algún pesar hemos de rezar, y pedirle luces a Jesús y ayuda para conocer qué nos produce tristeza, qué nos hace no sentir la dicha de ser hijos de Dios. La alegría es experiencia previa, en esta vida, de lo que será la alegría eterna que será para siempre, y tiene como fundamento el sabernos hijos de Dios; el saber que nuestro Padre es todopoderoso y nos quiere más que ningún padre o madre en la tierra a sus hijos.

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