Todo el edificio de las virtudes no se levanta más que para alcanzar la perfección de la oración; y si no llega a ese coronamiento que une y traba todas sus partes conjuntamente, no tendrá ninguna solidez ni duración. Sin las virtudes, es imposible adquirir esta pacífica y continua oración; y sin esta oración, las virtudes, que son el fundamento, no alcanzarán jamás su perfección» (Juan Casiano, Conferencia 9, 2).
¿Han leído ustedes El Principito de Antoine de Saint-Exupèry? Es uno de esos libros que logra decir cosas profundísimas en frases simples. Una fábula supuestamente para niños que los adultos nos admiramos de lo mucho que nos gusta al leerlo. Si alguien no lo ha leído, ya tiene un buen propósito para este nuevo año.
En uno de los pasajes, el Principito va visitando planetas, en los que encuentra seres de distintos modales y costumbres. Uno de ellos estaba habitado por un bebedor y al verle, el Principito entabló este curioso diálogo con él:
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.
—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en el silencio.
A mí siempre me ha impactado este diálogo. No tanto por el drama de un hombre hundido en el alcohol, sino porque conozco a muchos hombres que pasan su existencia con la misma incerteza de ese personaje: sin saber qué quieren en su vida.
La oración no se escapa tampoco a este peligro, que es como un círculo vicioso: orar por orar, porque tenemos que hacerlo, porque si no voy a misa es pecado, porque si no rezo Dios me castiga, etc. Tomando pie del pasaje del Principito, podríamos calificar esta situación como «la oración borracha»: una oración sin sentido. Pero la oración es mucho más que eso. Muchísimo más.
Casiano traza, con una genialidad hermosa, que la oración es el eje sobre el que debe girar toda nuestra vida, pero no para encerrarnos en una espiral inútil, sino para lanzarnos cada vez más alto en nuestra vida. Es el trampolín que da impulso a los mecanismos interiores del alma para buscar perfeccionarnos y presentarnos de un modo más puro para Dios.
Para poner una imagen, lo podemos comparar con una carrera. Así, podríamos decir que:
1) La oración da el pistoletazo inicial a la carrera elevando nuestra alma a Dios;
2) Las virtudes la acompañan a lo largo del camino con estímulos y fuerza interior;
3) Del resultado de ambos, se nos da la felicidad plena, que es la victoria del premio (la santidad) y el abrazo con Dios.
Sí, la oración por sí sola quedaría incompleta. Y por eso Casiano apunta más allá y nos dice que la oración debe estar acompañada del ejercicio de las virtudes. Porque la oración auténtica le lleva a uno a bajar a la vida ordinaria todo lo contemplado y lo platicado con Dios. Si no, sería como una persona que se ve narcisísticamente en un espejo y alaba todo lo que Dios ha hecho en ella; o, incluso, alguien que ve con otra persona una buena solución a algo, pero no lo lleva a la práctica. Ambos casos serían ridículos y sin sentido. Y de la oración jamás puede salir algo así... pues es un contacto con un Dios que actúa siempre.
Oración y virtudes: los dos pilares que, según Casiano, sostienen toda nuestra vida y le dan sentido. Un sentido que logrará romper el círculo vicioso en nuestra relación con Dios, como el del pobre borracho del Principito. De esta manera, al final buscaremos orar y ser santos no para sentirnos bien con nosotros mismos, sino para demostrar más y mejor nuestro amor a Dios.
Todo el edificio de las virtudes no se levanta más que para alcanzar la perfección de la oración; y si no llega a ese coronamiento que une y traba todas sus partes conjuntamente, no tendrá ninguna solidez ni duración. Sin las virtudes, es imposible adquirir esta pacífica y continua oración; y sin esta oración, las virtudes, que son el fundamento, no alcanzarán jamás su perfección» (Juan Casiano, Conferencia 9, 2).
¿Han leído ustedes El Principito de Antoine de Saint-Exupèry? Es uno de esos libros que logra decir cosas profundísimas en frases simples. Una fábula supuestamente para niños que los adultos nos admiramos de lo mucho que nos gusta al leerlo. Si alguien no lo ha leído, ya tiene un buen propósito para este nuevo año.
En uno de los pasajes, el Principito va visitando planetas, en los que encuentra seres de distintos modales y costumbres. Uno de ellos estaba habitado por un bebedor y al verle, el Principito entabló este curioso diálogo con él:
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.
—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en el silencio.
A mí siempre me ha impactado este diálogo. No tanto por el drama de un hombre hundido en el alcohol, sino porque conozco a muchos hombres que pasan su existencia con la misma incerteza de ese personaje: sin saber qué quieren en su vida.
La oración no se escapa tampoco a este peligro, que es como un círculo vicioso: orar por orar, porque tenemos que hacerlo, porque si no voy a misa es pecado, porque si no rezo Dios me castiga, etc. Tomando pie del pasaje del Principito, podríamos calificar esta situación como «la oración borracha»: una oración sin sentido. Pero la oración es mucho más que eso. Muchísimo más.
Casiano traza, con una genialidad hermosa, que la oración es el eje sobre el que debe girar toda nuestra vida, pero no para encerrarnos en una espiral inútil, sino para lanzarnos cada vez más alto en nuestra vida. Es el trampolín que da impulso a los mecanismos interiores del alma para buscar perfeccionarnos y presentarnos de un modo más puro para Dios.
Para poner una imagen, lo podemos comparar con una carrera. Así, podríamos decir que:
1) La oración da el pistoletazo inicial a la carrera elevando nuestra alma a Dios;
2) Las virtudes la acompañan a lo largo del camino con estímulos y fuerza interior;
3) Del resultado de ambos, se nos da la felicidad plena, que es la victoria del premio (la santidad) y el abrazo con Dios.
Sí, la oración por sí sola quedaría incompleta. Y por eso Casiano apunta más allá y nos dice que la oración debe estar acompañada del ejercicio de las virtudes. Porque la oración auténtica le lleva a uno a bajar a la vida ordinaria todo lo contemplado y lo platicado con Dios. Si no, sería como una persona que se ve narcisísticamente en un espejo y alaba todo lo que Dios ha hecho en ella; o, incluso, alguien que ve con otra persona una buena solución a algo, pero no lo lleva a la práctica. Ambos casos serían ridículos y sin sentido. Y de la oración jamás puede salir algo así... pues es un contacto con un Dios que actúa siempre.
Oración y virtudes: los dos pilares que, según Casiano, sostienen toda nuestra vida y le dan sentido. Un sentido que logrará romper el círculo vicioso en nuestra relación con Dios, como el del pobre borracho del Principito. De esta manera, al final buscaremos orar y ser santos no para sentirnos bien con nosotros mismos, sino para demostrar más y mejor nuestro amor a Dios.
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