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Santi y la muerte cerebral |
He visto a muchos muertos en mi vida.
El primero... a los nueve años de edad. Me llevaron del colegio al entierro del profesor Magaña, maestro de matemáticas. Recuerdo, como si fuera ayer, su rostro grisáceo dentro del ataúd, sus ojeras profundas y negras... Acerqué mi mano a su frente, pues le tenía gran aprecio, y sentí por primera vez el frío característico de un cuerpo sin vida... sensación que guardo en mis recuerdos hasta el día de hoy. El profesor estaba muerto, sin lugar a dudas.
De él, siguió la maestra de música, quien murió de púrpura sanguíneo ese mismo año y la veo aún en mi memoria, en su ataúd, con la cara amoratada... como si la hubieran golpeado, al igual que sus manos, entrecruzadas en el pecho. Su rostro rígido era el rostro mismo de la muerte. Estaba muerta, sin duda alguna.
No contaré de todos los muertos que han pasado por mi vida, pues el cuento se haría demasiado largo, pero he visto morir abuelos y abuelas, tíos y tías, primos y amigos cercanos, he visto morir a mi madre y a mi suegra... a todos ellos he tenido la oportunidad de despedir con un último beso en la frente y... todos... absolutamente todos, han dejado en mis labios el recuerdo del frío y la rigidez propias de la muerte.
No es así el caso del pequeño Santi, amigo del séptimo de mis hijos, a quien tengo ahora frente a mí, tendido en una cama de hospital y conectado a un respirador que va directo a su garganta y a varias sondas que entran en sus pequeños brazos.
Santi ingresó al hospital hace un par de días, para una sencillísima operación de amígdalas... las cosas se complicaron... tuvo una hemorragia interna que desencadenó una hemorragia cerebral y... ahora, los doctores afirman que Santi está muerto y recomiendan a los papás, con exagerada insistencia, donar todos sus órganos, empezando con el corazón, por supuesto.
Debo decir que Santi no es un muerto como los otros que han visto mis ojos: su cuerpo está tibio, su corazón late a ritmo normal, sus pulmones inhalan y exhalan al ritmo del respirador... su cara está rosada y sus facciones no tienen ningún signo de rigidez.
¿Está Santi realmente muerto?
¿Tan muerto como para poder sacarle el corazón latiendo, con la plena seguridad de no estar cometiendo un sacrificio humano, al estilo de los aztecas?
Es curioso que los doctores y enfermeras le llaman “el pacientito con muerte cerebral”. Me pregunto porqué no le llaman “el cadáver” en lugar de “el pacientito”. ¿Será que ellos tampoco están seguros de que Santi esté muerto y de que su cuerpo realmente sea un cadáver?
Recuerdo que en agosto del año 2000, Juan Pablo II marcó unos criterios éticos para los trasplantes y habló de la exigencia de tener la certeza moral de la muerte del sujeto, antes de realizar cualquier transplante de un órgano vital.
¿Cómo obtener esa certeza moral en el caso de Santi?
Juan Pablo II nos dijo que, para tener la certeza de la muerte, podemos confiar en el criterio neurológico, que significa la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral (en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico).
No soy médico, pero todos los que pasamos por el bachillerato sabemos que el tronco encefálico es el que regula los signos vitales... el latido del corazón, los movimientos respiratorios y el flujo vascular.
El corazón de Santi está latiendo y sus pulmones moviéndose... su sangre está circulando. Al parecer no ha cesado la actividad de su tronco encefálico... ¿o sí? Los doctores aseguran que si su corazón late, es sólo por los medicamentos que le están administrando y no por una actividad en el tronco encefálico; aseguran también, que sus pulmones funcionan sólo por el respirador y no por una actividad cerebral.
¿Podemos estar 100% seguros de eso? La única manera de comprobarlo, para tener una absoluta certeza, sería quitar los medicamentos y quitar el respirador. Si, entonces, el corazón de Santi deja de latir y los pulmones dejan de funcionar total e irreversiblemente, significaría, con una completa seguridad, que efectivamente el tronco encefálico ha cesado su actividad.
Por supuesto... los doctores se niegan a quitar los medicamentos y el respirador, pues si el corazón deja de latir, ya no les serviría para trasplantarlo. Su “cosecha de corazones”, que significa muchos miles de dólares en sus bolsillos, se vería frustrada.
¿Deben acceder los papás a la presión de los doctores para que “en un acto de generosidad extrema” otorguen el permiso de sacarle el corazón a Santi, sin tener la certeza absoluta de que está muerto, totalmente muerto?
Benedicto XVI, nuestro gran Papa, no ha dejado la menor duda acerca de qué debemos hacer en el caso de Santi y de todos los “pacientes con muerte cerebral”.
El Papa ha pronunciado un discurso acerca de los trasplantes en el que ha retomado todas las palabras de Juan Pablo II, dando continuidad y coherencia a la doctrina del Magisterio, pero ha añadido un párrafo que complementa e ilumina la difícil decisión que deben tomar ahora los papás de Santi y los papás de todos los “Santis” del mundo.
Copio sus palabras:
De todos modos, es útil recordar que los diferentes órganos vitales sólo pueden extraerse ex cadavere [del cadáver, ndt.], que posee una dignidad propia que debe ser respetada. La ciencia, en estos años, ha hecho progresos ulteriores para constatar la muerte del paciente. Es bueno, por tanto, que los resultados alcanzados reciban el consenso de toda la comunidad científica para favorecer la búsqueda de soluciones que den certeza a todos. En un ámbito como éste no se puede dar la mínima sospecha de arbitrio y, cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el principio de precaución.
“Debe prevalecer el principio de precaución”. Es un mandato del Papa: mientras la ciencia no pueda, como hasta ahora no ha podido (*), aportar datos suficientes para que estemos absolutamente ciertos de que el cuerpo de Santi es un cadáver, no podemos, ni debemos permitir, que los médicos saquen su corazón.
¡Gracias Benedicto XVI, eres un pastor seguro y fiel!
Lucrecia Rego de Planas
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