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miércoles

Meditación: Marcos 10,32-45


Santa Juana de Arco
La ciudad de Jerusalén está cons­truida sobre lomas rocosas que domi­nan el resto del paisaje; en los tiempos de Jesús, llegar a las puertas de la ciu­dad era una agotadora jornada cuesta arriba. El Señor había dicho muchas veces qué era lo que le aguardaba allí: sufrimiento y muerte; de modo que el gentío que lo seguía sentía el peso, no sólo de la subida, sino de la incerti­dumbre y la curiosidad. Sin embargo, San Marcos nos dice que, al acercarse a la ciudad, Jesús caminaba resueltamen­te a la cabeza de todos (Marcos 10,32).

Debe haber sido claro para los se­guidores que el momento decisivo en el ministerio de Jesús había llegado: Sabían que de un modo u otro Cris­to había venido a Jerusalén a tomar posesión de su Reino. Por eso, quizá nos resulte tan extraño que Santiago y Juan escogieran este momento para pedirle a Jesús que les concediera lugares de honor a su lado cuando quedara establecido el Reino. El Señor aprovechó esta petición, aparente­mente egoísta, para enseñar a los apóstoles una vez más el significado de la grandeza: “El que quiera ser grande entre ustedes, deberá servir a los demás… Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Marcos 10,43.45).
Precisamente al pronunciar estas palabras, Cristo estaba dando un ejem­plo perfecto de servicio al someterse a la voluntad de su Padre. Ser discípulo de Jesús siempre significará seguir por la misma senda de cruz y servicio. Los más grandes santos han llevado vidas marcadas por esta entrega a Dios, como también lo afirmaba la beata Ma­dre Teresa de Calcuta:
“La entrega total consiste en dar­nos completamente a Dios. ¿Por qué hemos de darnos totalmente a Dios? Porque Dios se ha dado a nosotros. Ahora, si Dios, que no nos debe nada, está dispues­to a darse nada menos que a sí mismo, ¿hemos de responder nosotros solo con una parte de nuestro ser? Darnos por comple­to a Dios es un medio de recibir a Dios mismo… El dinero con que Dios nos paga por nuestra entrega es Él mismo.” (Total Su­rrender, p. 37)

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Santa Juana de Arco
La ciudad de Jerusalén está cons­truida sobre lomas rocosas que domi­nan el resto del paisaje; en los tiempos de Jesús, llegar a las puertas de la ciu­dad era una agotadora jornada cuesta arriba. El Señor había dicho muchas veces qué era lo que le aguardaba allí: sufrimiento y muerte; de modo que el gentío que lo seguía sentía el peso, no sólo de la subida, sino de la incerti­dumbre y la curiosidad. Sin embargo, San Marcos nos dice que, al acercarse a la ciudad, Jesús caminaba resueltamen­te a la cabeza de todos (Marcos 10,32).

Debe haber sido claro para los se­guidores que el momento decisivo en el ministerio de Jesús había llegado: Sabían que de un modo u otro Cris­to había venido a Jerusalén a tomar posesión de su Reino. Por eso, quizá nos resulte tan extraño que Santiago y Juan escogieran este momento para pedirle a Jesús que les concediera lugares de honor a su lado cuando quedara establecido el Reino. El Señor aprovechó esta petición, aparente­mente egoísta, para enseñar a los apóstoles una vez más el significado de la grandeza: “El que quiera ser grande entre ustedes, deberá servir a los demás… Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Marcos 10,43.45).
Precisamente al pronunciar estas palabras, Cristo estaba dando un ejem­plo perfecto de servicio al someterse a la voluntad de su Padre. Ser discípulo de Jesús siempre significará seguir por la misma senda de cruz y servicio. Los más grandes santos han llevado vidas marcadas por esta entrega a Dios, como también lo afirmaba la beata Ma­dre Teresa de Calcuta:
“La entrega total consiste en dar­nos completamente a Dios. ¿Por qué hemos de darnos totalmente a Dios? Porque Dios se ha dado a nosotros. Ahora, si Dios, que no nos debe nada, está dispues­to a darse nada menos que a sí mismo, ¿hemos de responder nosotros solo con una parte de nuestro ser? Darnos por comple­to a Dios es un medio de recibir a Dios mismo… El dinero con que Dios nos paga por nuestra entrega es Él mismo.” (Total Su­rrender, p. 37)

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