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Probemos a convencer sin querer derrotar


Diez reglas para comunicar la fe
 
Probemos a convencer sin querer derrotar
Probemos a convencer sin querer derrotar
La comunicación de la fe es una cuestión antigua, presente en los dos mil años de vida de la comunidad cristiana, que siempre se ha considerado portadora de un mensaje, mensajera de una noticia que le ha sido revelada y es digna de ser comunicada.

Es una cuestión antigua, pero es también un tema de candente actualidad. Desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, los Papas no han dejado de señalar la necesidad de mejorar la forma de comunicar la fe.

Con frecuencia, la comunicación de la fe se plantea en el contexto de la “nueva evangelización”. Me parece interesante preguntarse por la razón del adjetivo “nueva”, que se usa especialmente para referirse a la evangelización que tiene lugar en Europa.

Por una parte, la evangelización es nueva porque se dirige a culturas que ya fueron evangelizadas en el pasado. Volvemos a relatar nuestra historia a alguien que ya la conoce, aunque en muchos lugares de antigua tradición cristiana, se ha “perdido la memoria” de las propias raíces. Se siguen usando palabras cuyo sentido se ha olvidado.

A este propósito, un colega me contó un caso de confusión en ámbito periodístico. Durante la retransmisión de una ceremonia pontificia, el locutor afirmó: "en este momento, el santo Padre se dispone a incinerar a los asistentes”. Lógicamente, quería decir incensar, pero confundió los términos.

El cardenal Ratzinger, en el libro-entrevista “La sal de la tierra”, menciona la palabra “tabernáculo”: a muchos les resulta familiar, pero pocos conocen su significado. Esas personas tienen la vaga sensación de estar informadas y, por tanto, no perciben la necesidad de saber más. Ante ese escenario, Ratzinger concluye que la nueva evangelización comienza por suscitar una “nueva curiosidad”, fomentar la demanda antes de presentar la oferta, diríamos en términos comerciales.

La evangelización es novedosa también en otro sentido. Juan Pablo II lo resumía diciendo que la comunicación de la fe ha de ser nueva "en su ardor, en sus métodos, en su expresión".

Aquí nos referiremos en particular a la novedad de los métodos.

Al tratar estos temas es legítimo plantearse una pregunta preliminar: ¿Es posible comunicar la fe en un contexto plural, democrático, relativista y complejo? ¿Vale la pena esforzarse por difundir el mensaje cristiano en una sociedad que desconoce el léxico necesario para descifrarlo? ¿Puede llegar ese mensaje a culturas construidas desde otras bases, con otros paradigmas, que tienen su propia jerarquía de valores y su propia agenda de intereses?


Hay factores externos que obstaculizan la difusión del mensaje cristiano, sobre los que es difícil incidir. Pero cabe avanzar en otros factores que están a nuestro alcance. En ese sentido, quien pretende comunicar la experiencia cristiana necesita conocer la fe que desea transmitir, y debe conocer también las reglas de juego de la comunicación pública. Porque así como existen leyes universales de la Física o de la Química, se pueden identificar también leyes de la comunicación, que poseen casi el mismo carácter universal, aunque de otro orden.

1. Veamos primero los principios relativos al mensaje.

Ante todo, el mensaje ha de ser positivo. Los públicos atienden a informaciones de todo género, y toman buena nota de las protestas y las críticas. Pero secundan sobre todo proyectos, propuestas y causas positivas.

Juan Pablo II afirma en la encíclica “Familiaris consortio” que la moral es un camino hacia la felicidad y no una serie de prohibiciones. Esta idea ha sido repetida con frecuencia por Benedicto XVI, de diferentes maneras: Dios nos da todo y no nos quita nada; la enseñanza de la Iglesia no es un código de limitaciones, sino una luz que se recibe en libertad.

Un episodio puede ayudarnos a ilustrar esta idea. Benedicto XVI viajó a Valencia en junio de 2006, con motivo de la Jornada Mundial de la Familia. Durante sus intervenciones, no hizo referencias críticas a la legislación española sobre la familia, que era conocida por su discutible base antropológica. En realidad, el Papa disponía de pocos minutos, sólo dos homilías, dirigidas a una audiencia potencialmente universal. Si se hubiera limitado a exponer los puntos en los que la Iglesia discrepa del Gobierno español, no habría tenido tiempo de exponer todas las luces del Evangelio sobre la familia. No podía dedicar la mayor parte del tiempo a condenar; era preferible invertirlo en proponer. Ya llegaría el momento de denunciar esas leyes.

El mensaje cristiano ha de transmitirse como lo que es: un sí inmenso al hombre, a la mujer, a la vida, a la libertad, a la paz, al desarrollo, a la solidaridad, a las virtudes... Para lograrlo, antes hay que entender y experimentar la fe de ese modo. Es posible que a veces no se comunique con el enfoque adecuado porque el mensajero no termina de percibir la fe en todo su valor positivo.

Adquieren particular valor en este contexto unas palabras del Cardenal Ratzinger: “La fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo”. La comunicación mediante la irradiación de la alegría es el más positivo de los planteamientos.

Lo contrario de un enfoque positivo es una actitud reactiva, que modela la propia visión del mundo en función del paradigma que critica y no en función de una propuesta constructiva. Lo dice la expresión popular: “más vale encender una luz que maldecir la oscuridad”.

En segundo lugar, el mensaje ha de ser relevante. Significativo para quien escucha, no solamente para quien habla.

Al describir el coloquio de los ángeles entre sí, Tomás de Aquino afirma que hay dos tipos de comunicación: la locutio, un fluir de palabras que no interesan en absoluto a quienes escuchan; y la illuminatio, que consiste en decir algo que ilustra la mente y el corazón de los interlocutores sobre algún aspecto que realmente les afecta.

Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. No se trata de derrotar a nadie. En el caso del aborto, por ejemplo, el esfuerzo se encamina a intentar que quien hoy está a favor llegue por su propia convicción y con su propia libertad a la conclusión de que lo mejor que puede hacer en este mundo es defender la vida.

El deseo de convencer sin derrotar marca profundamente la actitud de quien comunica. La escucha se convierte en algo fundamental: permite saber qué interesa, qué preocupa al interlocutor. Conocer sus preguntas antes de proponer las respuestas.

Lo contrario de la relevancia es la auto-referencialidad, uno de los grandes obstáculos de la auténtica comunicación. Limitarse a hablar de uno mismo no es buena base para el diálogo.

La comunicación no es principalmente lo que el emisor explica, sino lo que el destinatario entiende. Sucede en todos los campos del saber (ciencia, tecnología, economía): para comunicar es preciso evitar la complejidad argumental y la oscuridad del lenguaje. También en materia religiosa conviene buscar palabras sencillas y argumentos claros, que no quiere decir banales.

En este sentido, habría que reivindicar el valor de la retórica, de la literatura, de las metáforas, del cine, de la publicidad, de las imágenes, de los símbolos, para transmitir el mensaje cristiano.

Me viene a la memoria la noticia de un informativo de la televisión que pude ver hace unos años. Un político italiano, cuyo partido estaba atravesando un mal momento, se vio acorralado por varios periodistas que le preguntaban micrófono en mano por la gravedad de la crisis. El político respondió con rapidez: “mi partido es como la torre de Pisa: siempre inclinada, nunca cae”. El poder de una buena metáfora.

A veces, cuando la comunicación no funciona, se adopta una actitud equivocada y se traslada la responsabilidad al receptor: se considera a los demás como ignorantes, incapaces de entender. Más bien, la norma ha de ser la contraria: esforzarse por ser cada vez más claros, hasta lograr el objetivo que se pretende.

La experiencia muestra que en los debates públicos proliferan los insultos personales y las descalificaciones mutuas. En ese marco, si no se cuidan las formas, se corre el riesgo de que la propuesta cristiana sea vista como una más de las posturas radicales que están en el ambiente.

Aun a riesgo de parecer ingenuo, pienso que conviene desmarcarse de este planteamiento. La claridad no es incompatible con la amabilidad. No es sólo una cuestión de ética y de caridad. Existen también numerosas razones profesionales que confirman que la dialógica es preferible a la dialéctica.

Con amabilidad se puede dialogar; sin amabilidad, el fracaso está asegurado de antemano: quien era partidario antes de la discusión, lo seguirá siendo después; y quien era contrario raramente cambiará de postura.

Recuerdo un cartel situado a la entrada de un “pub” cercano al Castillo de Windsor, en el Reino Unido. Decía, más o menos: En este local son bienvenidos los caballeros. Y un caballero lo es antes de beber cerveza y también después.

Podríamos añadir: un caballero lo es cuando le dan la razón y cuando le llevan la contraria.

En definitiva, el principio de la cortesía ayuda a evitar la trampa de la radicalidad y la violencia verbal.

El sociólogo Rodney Stark, dedicó un libro a la extensión del cristianismo en la época de la decadencia del Imperio Romano. Este autor se pregunta: ¿Por qué se abrió paso el cristianismo en aquella época? Se ha dicho que el derrumbamiento del Imperio dejó un vacío que el cristianismo vino a llenar. Stark propone otra explicación. En su opinión, el Imperio Romano había alcanzado increíbles cotas de cultura y de arte, pero a la vez era una sociedad dura y a veces incluso cruel con las personas. En ese ambiente, la Iglesia se extendió porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, los pobres, los ancianos, los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción.

La caridad es el contenido, el método y el estilo de la comunicación de la fe; la caridad convierte el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo; proporciona credibilidad, empatía y amabilidad a las personas que comunican; y es la fuerza que permite actuar de forma paciente, integradora y abierta.

Porque el mundo en que vivimos es también con demasiada frecuencia un mundo duro y frío, donde muchas personas se sienten excluidas y maltratadas y esperan algo de luz y de calor. En este mundo, el gran argumento de los católicos es la caridad. Gracias a la caridad, la evangelización es siempre y verdaderamente, nueva.

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Diez reglas para comunicar la fe
 
Probemos a convencer sin querer derrotar
Probemos a convencer sin querer derrotar
La comunicación de la fe es una cuestión antigua, presente en los dos mil años de vida de la comunidad cristiana, que siempre se ha considerado portadora de un mensaje, mensajera de una noticia que le ha sido revelada y es digna de ser comunicada.

Es una cuestión antigua, pero es también un tema de candente actualidad. Desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, los Papas no han dejado de señalar la necesidad de mejorar la forma de comunicar la fe.

Con frecuencia, la comunicación de la fe se plantea en el contexto de la “nueva evangelización”. Me parece interesante preguntarse por la razón del adjetivo “nueva”, que se usa especialmente para referirse a la evangelización que tiene lugar en Europa.

Por una parte, la evangelización es nueva porque se dirige a culturas que ya fueron evangelizadas en el pasado. Volvemos a relatar nuestra historia a alguien que ya la conoce, aunque en muchos lugares de antigua tradición cristiana, se ha “perdido la memoria” de las propias raíces. Se siguen usando palabras cuyo sentido se ha olvidado.

A este propósito, un colega me contó un caso de confusión en ámbito periodístico. Durante la retransmisión de una ceremonia pontificia, el locutor afirmó: "en este momento, el santo Padre se dispone a incinerar a los asistentes”. Lógicamente, quería decir incensar, pero confundió los términos.

El cardenal Ratzinger, en el libro-entrevista “La sal de la tierra”, menciona la palabra “tabernáculo”: a muchos les resulta familiar, pero pocos conocen su significado. Esas personas tienen la vaga sensación de estar informadas y, por tanto, no perciben la necesidad de saber más. Ante ese escenario, Ratzinger concluye que la nueva evangelización comienza por suscitar una “nueva curiosidad”, fomentar la demanda antes de presentar la oferta, diríamos en términos comerciales.

La evangelización es novedosa también en otro sentido. Juan Pablo II lo resumía diciendo que la comunicación de la fe ha de ser nueva "en su ardor, en sus métodos, en su expresión".

Aquí nos referiremos en particular a la novedad de los métodos.

Al tratar estos temas es legítimo plantearse una pregunta preliminar: ¿Es posible comunicar la fe en un contexto plural, democrático, relativista y complejo? ¿Vale la pena esforzarse por difundir el mensaje cristiano en una sociedad que desconoce el léxico necesario para descifrarlo? ¿Puede llegar ese mensaje a culturas construidas desde otras bases, con otros paradigmas, que tienen su propia jerarquía de valores y su propia agenda de intereses?


Hay factores externos que obstaculizan la difusión del mensaje cristiano, sobre los que es difícil incidir. Pero cabe avanzar en otros factores que están a nuestro alcance. En ese sentido, quien pretende comunicar la experiencia cristiana necesita conocer la fe que desea transmitir, y debe conocer también las reglas de juego de la comunicación pública. Porque así como existen leyes universales de la Física o de la Química, se pueden identificar también leyes de la comunicación, que poseen casi el mismo carácter universal, aunque de otro orden.

1. Veamos primero los principios relativos al mensaje.

Ante todo, el mensaje ha de ser positivo. Los públicos atienden a informaciones de todo género, y toman buena nota de las protestas y las críticas. Pero secundan sobre todo proyectos, propuestas y causas positivas.

Juan Pablo II afirma en la encíclica “Familiaris consortio” que la moral es un camino hacia la felicidad y no una serie de prohibiciones. Esta idea ha sido repetida con frecuencia por Benedicto XVI, de diferentes maneras: Dios nos da todo y no nos quita nada; la enseñanza de la Iglesia no es un código de limitaciones, sino una luz que se recibe en libertad.

Un episodio puede ayudarnos a ilustrar esta idea. Benedicto XVI viajó a Valencia en junio de 2006, con motivo de la Jornada Mundial de la Familia. Durante sus intervenciones, no hizo referencias críticas a la legislación española sobre la familia, que era conocida por su discutible base antropológica. En realidad, el Papa disponía de pocos minutos, sólo dos homilías, dirigidas a una audiencia potencialmente universal. Si se hubiera limitado a exponer los puntos en los que la Iglesia discrepa del Gobierno español, no habría tenido tiempo de exponer todas las luces del Evangelio sobre la familia. No podía dedicar la mayor parte del tiempo a condenar; era preferible invertirlo en proponer. Ya llegaría el momento de denunciar esas leyes.

El mensaje cristiano ha de transmitirse como lo que es: un sí inmenso al hombre, a la mujer, a la vida, a la libertad, a la paz, al desarrollo, a la solidaridad, a las virtudes... Para lograrlo, antes hay que entender y experimentar la fe de ese modo. Es posible que a veces no se comunique con el enfoque adecuado porque el mensajero no termina de percibir la fe en todo su valor positivo.

Adquieren particular valor en este contexto unas palabras del Cardenal Ratzinger: “La fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo”. La comunicación mediante la irradiación de la alegría es el más positivo de los planteamientos.

Lo contrario de un enfoque positivo es una actitud reactiva, que modela la propia visión del mundo en función del paradigma que critica y no en función de una propuesta constructiva. Lo dice la expresión popular: “más vale encender una luz que maldecir la oscuridad”.

En segundo lugar, el mensaje ha de ser relevante. Significativo para quien escucha, no solamente para quien habla.

Al describir el coloquio de los ángeles entre sí, Tomás de Aquino afirma que hay dos tipos de comunicación: la locutio, un fluir de palabras que no interesan en absoluto a quienes escuchan; y la illuminatio, que consiste en decir algo que ilustra la mente y el corazón de los interlocutores sobre algún aspecto que realmente les afecta.

Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. No se trata de derrotar a nadie. En el caso del aborto, por ejemplo, el esfuerzo se encamina a intentar que quien hoy está a favor llegue por su propia convicción y con su propia libertad a la conclusión de que lo mejor que puede hacer en este mundo es defender la vida.

El deseo de convencer sin derrotar marca profundamente la actitud de quien comunica. La escucha se convierte en algo fundamental: permite saber qué interesa, qué preocupa al interlocutor. Conocer sus preguntas antes de proponer las respuestas.

Lo contrario de la relevancia es la auto-referencialidad, uno de los grandes obstáculos de la auténtica comunicación. Limitarse a hablar de uno mismo no es buena base para el diálogo.

La comunicación no es principalmente lo que el emisor explica, sino lo que el destinatario entiende. Sucede en todos los campos del saber (ciencia, tecnología, economía): para comunicar es preciso evitar la complejidad argumental y la oscuridad del lenguaje. También en materia religiosa conviene buscar palabras sencillas y argumentos claros, que no quiere decir banales.

En este sentido, habría que reivindicar el valor de la retórica, de la literatura, de las metáforas, del cine, de la publicidad, de las imágenes, de los símbolos, para transmitir el mensaje cristiano.

Me viene a la memoria la noticia de un informativo de la televisión que pude ver hace unos años. Un político italiano, cuyo partido estaba atravesando un mal momento, se vio acorralado por varios periodistas que le preguntaban micrófono en mano por la gravedad de la crisis. El político respondió con rapidez: “mi partido es como la torre de Pisa: siempre inclinada, nunca cae”. El poder de una buena metáfora.

A veces, cuando la comunicación no funciona, se adopta una actitud equivocada y se traslada la responsabilidad al receptor: se considera a los demás como ignorantes, incapaces de entender. Más bien, la norma ha de ser la contraria: esforzarse por ser cada vez más claros, hasta lograr el objetivo que se pretende.

La experiencia muestra que en los debates públicos proliferan los insultos personales y las descalificaciones mutuas. En ese marco, si no se cuidan las formas, se corre el riesgo de que la propuesta cristiana sea vista como una más de las posturas radicales que están en el ambiente.

Aun a riesgo de parecer ingenuo, pienso que conviene desmarcarse de este planteamiento. La claridad no es incompatible con la amabilidad. No es sólo una cuestión de ética y de caridad. Existen también numerosas razones profesionales que confirman que la dialógica es preferible a la dialéctica.

Con amabilidad se puede dialogar; sin amabilidad, el fracaso está asegurado de antemano: quien era partidario antes de la discusión, lo seguirá siendo después; y quien era contrario raramente cambiará de postura.

Recuerdo un cartel situado a la entrada de un “pub” cercano al Castillo de Windsor, en el Reino Unido. Decía, más o menos: En este local son bienvenidos los caballeros. Y un caballero lo es antes de beber cerveza y también después.

Podríamos añadir: un caballero lo es cuando le dan la razón y cuando le llevan la contraria.

En definitiva, el principio de la cortesía ayuda a evitar la trampa de la radicalidad y la violencia verbal.

El sociólogo Rodney Stark, dedicó un libro a la extensión del cristianismo en la época de la decadencia del Imperio Romano. Este autor se pregunta: ¿Por qué se abrió paso el cristianismo en aquella época? Se ha dicho que el derrumbamiento del Imperio dejó un vacío que el cristianismo vino a llenar. Stark propone otra explicación. En su opinión, el Imperio Romano había alcanzado increíbles cotas de cultura y de arte, pero a la vez era una sociedad dura y a veces incluso cruel con las personas. En ese ambiente, la Iglesia se extendió porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, los pobres, los ancianos, los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción.

La caridad es el contenido, el método y el estilo de la comunicación de la fe; la caridad convierte el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo; proporciona credibilidad, empatía y amabilidad a las personas que comunican; y es la fuerza que permite actuar de forma paciente, integradora y abierta.

Porque el mundo en que vivimos es también con demasiada frecuencia un mundo duro y frío, donde muchas personas se sienten excluidas y maltratadas y esperan algo de luz y de calor. En este mundo, el gran argumento de los católicos es la caridad. Gracias a la caridad, la evangelización es siempre y verdaderamente, nueva.

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