En la Resurrección de Cristo hemos resucitado todos.
Que el anuncio pascual llegue a todos los pueblos de la tierra, y que toda persona de buena voluntad, se sienta protagonista en este día en que actuó el Señor, el día de su Pascua, en el que la Iglesia, con gozosa emoción, proclama que el Señor ha resucitado realmente.
Este grito que sale del corazón de los discípulos, en el primer día después del sábado, ha recorrido los siglos, y ahora, en este preciso momento de la historia, vuelve a animar las esperanzas de la humanidad con la certeza inmutable de la resurrección de Cristo, Redentor del hombre.
Hoy es el día que este grito me interpela a mí, y que en este preciso momento me llena de alegría, paz y felicidad. Cristo verdaderamente me ha resucitado. Se nota fácilmente quiénes siguen a Jesús Resucitado:
Tienen un encanto especial.
Son alegres y acogedores.
No se dan importancia ni buscan aplauso o recompensa de cualquier tipo.
Están siempre dispuestos a aceptar los trabajos más duros o más humildes.
Son sinceros y responsables.
No tienen miedo, o saben vencer el miedo.
No se echan para atrás.
Son colaboradores, participativos, imaginativos.
Siempre son personas de esperanza, positivas.
Y son especialmente amistosas y pacificadoras, cálidas y cercanas, personas de toda confianza.
Viven o se esfuerzan por vivir las Bienaventuranzas.
No aman la riqueza por encima de todo, son austeras, sin apegos, saben compartir, incluso de lo que necesitan. Hacen opción por los pobres y se esfuerzan por ser pobres de espíritu.
No cultivan el orgullo ni se creen superiores.
No envidian ni se comparan.
Son humildes, vacías de sí mismas. Es la pobreza interior, la más difícil. Por eso son personas sufridas, llenas de paciencia y mansedumbre.
No se sienten ofendidas, porque no viven para sí.
No son indiferentes ante los demás, sino sensibles y compasivas.
Saben llorar con los que lloran, perfectas consoladoras. Otros lloran por los golpes que reciben, porque la vida les trata mal. ¡Cuántas lágrimas amargas e inocentes! No se rebelan ni odian ni se desesperan, pero lloran.
No toleran la injusticia, aunque sea al más pequeño. Luchan por un mundo solidario, en que todos consigan su dignidad y sus derechos. Sueñan con un mundo nuevo, con la civilización del amor.
No son duras inquisidoras, sino comprensivas y compasivas. Tienen entrañas de misericordia. Saben perdonar, estar cercanas, volcarse sobre las miserias humanas. Se conmueven ante cualquier sufrimiento, como Dios.
No aman la impureza o la mentira. Tienen el corazón limpio. Son libres, no les esclavizan los vicios. Son auténticas, transparentes, verdaderas. Se lavan con agua de arrepentimiento, reconocen su fallo o su error.
No utilizan la violencia, sólo para sí mismas; pero irradian la paz, y la crean, la defienden. Para todos, personas amigas del diálogo y promotoras de reconciliación y del perdón.
No se acobardan a la hora de defender al oprimido; lo defienden siempre, aún a riesgo de ser criticadas y perseguidas. Son profetas de la libertad y la justicia, y por eso, tantas veces son mártires.
¿Me reflejo en alguno de estos rasgos?
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