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Un torrente de misericordia Santa Faustina, Apóstol de la Misericordia



Elena Kowalska nació el 25 de agosto de 1905 en Lodz, zona central de Polonia. Su papá era carpintero y también tra-bajaba la finca; su mamá se ocupaba principalmente de cuidar a sus diez hijos.
Elena era conocida porque desde la niñez le gustaba rezar durante horas. A veces, al orar de noche veía luces brillantes que la llenaban de alegría.
A los 18 años de edad quiso ingre­sar al convento, pero sus padres se opusieron rotundamente. Se empleó como ama de casa para ayudar a sostener a su familia y comprar el vestuario que debían tener las novi­cias. Desalentada, trató de consolarse con cosas del mundo; se vistió más a la moda y adoptó una vida social más activa; pero en lugar de paz y contento, más tarde escribía que “la incesante llamada de la gracia me causaba mucha angustia.”

El dilema de Elena terminó final­mente dos años más tarde, como se lee en su diario:
Una vez estaba en un baile con una de mis hermanas y todos lo estaban pasando muy bien, pero yo sentía grandes tor­mentos en el alma. Comencé a bailar, pero de repente vi a Jesús a mi lado, que empezó a retor­cerse de dolor y a quitarse la ropa para dejar al descubierto su cuerpo lleno de llagas, y me dijo: “¿Hasta cuándo voy a tener que soportarte y hasta cuándo me vas a tener esperando?”… Me fui a sentar junto a mi que­rida hermana y simulé tener un fuerte dolor de cabeza… Des­pués de un rato me levanté y me escapé sin que nadie se diera cuenta, dejando atrás a mi hermana y mis amigas, y me dirigí a la Catedral de San Esta­nislao Kostka.
En la catedral escuchó que Dios le decía “Ve de inmediato a Varsovia; allí entrarás a un convento.” Elena, que se estaba quedando en casa de un tío, empacó sus cosas pero dejó la mayor parte de su ropa, porque se dijo: “Lo que llevo puesto es suficiente. Jesús proveerá para todas mis necesidades.”
En Varsovia comenzó a buscar un convento que la aceptara, pero casi todos la rechazaban. Solamente las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia accedieron a admitirla, pero después de un año.
Formación y preparación. Final­mente ingresó al convento en agosto de 1925 y adoptó el nombre de Sor Faustina, nombre que significa “dichosa” o bienaventurada, porque finalmente lograba sentirse de esa manera. Al cabo de un año de paz y tranquilidad, empezó a sufrir angus­tias y conflictos interiores:
La oscuridad fue cubriendo mi alma con sus sombras. La ora­ción no me consolaba y me costaba mucho meditar; más bien me llenaba de miedo. Trataba de adentrarme más al interior de mi ser, pero no encontraba nada más que una gran infelicidad.
Durante 18 meses padeció frus­traciones y tentaciones, mientras luchaba sin cesar por mantenerse fiel a Dios. Pero, aparte de sus tormentos internos, su salud se iba quebran­tando, porque las pruebas internas la dejaban completamente exhausta; pero también porque, sin que nadie lo supiera, había contraído tubercu­losis, enfermedad que terminaría por truncar su vida a los 33 años de edad. Recurría a toda su fuerza de voluntad para ocultar sus padecimientos, pero siempre terminaba por desplomarse y se demoraba días y a veces semanas en recobrar las fuerzas. En el convento, empezaron a des­confiar y a burlarse de ella; algunas hermanas la acusa­ban de perezosa y otras de ser víctima de histeria y hasta de delirios o alucinaciones.
Estas pruebas no estaban exentas de propósito, aunque no lo viera ella por el momento; pero Dios la estaba puri­ficando, mostrándole el pecado para que ella pudiera librarse y sentirse más unida a la divinidad. Eran pocas las ocasiones en las que lograba expe­rimentar paz o alivio, pero siempre eran momentos pasajeros. El Señor la estaba preparando conforme a sus planes, para formar en ella un “cora­zón dolido”, “hecho pedazos” (Salmo 51,17), dócil a su voluntad.
Se le revela una misión. Durante toda su vida, Faustina tuvo visiones de Jesús y en su diario dice con fre­cuencia que se sentía “llena” de Dios. Pero hubo una visión que sobresa­lió de las demás, porque en ella se le dio a conocer la llamada especial que recibiría:
Al anochecer [a principios de 1931] estaba en mi celda y vi al Señor Jesús con una túnica blanca. Tenía una mano levan­tada para bendecir, y la otra a la altura del corazón. Desde dentro de la túnica salían dos grandes rayos de luz, uno rojo y otro pálido. Seguí observando atentamente; sentía el alma llena de asombro, pero también una inmensa alegría. Después de un rato, Jesús me dijo: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y firma: Jesús, en Ti Confío. Deseo que esta ima­gen sea venerada, primero en tu capilla, y [luego] en el mundo entero… Quiero que haya una Fiesta de la Misericordia. Deseo que esta imagen sea solem­nemente bendecida el primer domingo después de Pascua; ese domingo ha de ser la Fiesta de la Misericordia.”
La visión de Faustina fue muy impresionante por la situación en que se encontraba la Iglesia en esos días. Para muchos, la fe se había redu­cido a la observancia de diversos actos de devoción y consideraban que Dios era un ser indiferente y que Iglesia era demasiado legalista, estructurada y aparentemente estéril.
Pero mandar pintar una imagen y pedir una fiesta para la misericordia no fue lo único que hizo Faustina, porque Dios la invitó a ser la “Após­tol de la Divina Misericordia”. Nadie es apto para hacer reparación por el pecado ante Dios, pero en la histo­ria de la Iglesia, algunas personas se han sentido llamadas a participar en los sufrimientos de Cristo para redi­mir al mundo. Una de estas personas fue Santa Faustina. Cristo la llamaba a interceder por todos los que se habían apartado del camino o endurecido el corazón, es decir, los que no conocían el amor de Cristo. Orando por ellos, ella experimentaba el sufrimiento de Jesús viendo cómo ellos ofendían a Dios.
Su única consolación era que, junto con sus sufrimientos, experimentaba una profunda unión con Cristo, como si tuviera una parte del cielo en su vida terrena. De buena gana aceptó lo que Dios le pedía y, desde ese momento, comenzó su misión.
Mi alma se puso reseca como un terrón y llena de tormen­ tos e impaciencia. Todo tipo de blasfemias y maldiciones se agolpaban a mis oídos y la inseguridad y la desolación me llenaban el corazón.
Al mismo tiempo, se sintió invadida del amor y la consolación de Cristo. Así, contemplando el amor supremo de Cristo crucificado, se unía más al Señor, y esperaba con ansias el día en que estuviera para siempre con Él en el cielo. Le decía: “¿Cuándo vas a venir a llevarme? ¡Me siento tan enferma y espero tanto que vengas!”
Así, mientras ella se esforzaba por llevar a cabo la misión que recibía, el Señor la consolaba y la fortalecía con palabras como las siguientes:
“Que tu corazón se llene gozo. Yo, el Señor, estoy contigo, no tengas miedo de nada, estás en Mi Corazón”… “No te desanimes por los obstáculos que encuentras al proclamar mi misericor­dia. Estas dificultades que te hieren tan dolorosamente son… para demos­trar que esta obra es mía”… “Haz lo que está en tu poder y no te preocu­pes por lo demás… He encontrado mi complacencia en tu corazón y nada me impedirá concederte gracias.”
Promesas cumplidas. Con la ayuda de su confesor, el Padre Sopocko, Faustina pudo observar al artista que pintaba la imagen y estuvo presente en la celebración del primer Domingo de la Misericordia el 28 de abril de 1935. En Vilna (hoy capital de Lituania), el Padre Sopocko celebró una Misa en honor de la misericordia de Dios, y se exhibió la imagen en presencia de miles de fieles. Durante la Misa, Santa Faustina tuvo otra visión de Cristo: Los dos rayos de luz que emanaban de su corazón envol­vían al mundo entero. Ella se quedó pasmada: ¡La misericordia no excluía a nadie! Su única tristeza era que la imagen pintada ni siquiera se aproxi­maba a la esplendorosa magnificencia que veía en sus visiones. Pero Jesús le dijo: “No en la belleza del color ni del pincel está la grandeza de esta imagen, sino en Mi gracia.”
Tanto anhela Dios librar a su pue­blo del pecado que envió a su Hijo a redimirnos. Los rayos de luz, que simbolizan la sangre y el agua que brotaron del costado de Cristo, ema­nan de su corazón para penetrar en las tinieblas del pecado con su perdón y su nuevo nacimiento. En una ocasión, Jesús le dijo:
Oh, si los pecadores conocie­ ran mi misericordia, no serían tantos los que perecen. Di a las almas pecadoras que no teman acercarse a Mí; háblales de mi gran clemencia… Yo espero a las almas, pero ellas son indiferentes. Las amo con ter­ nura y sinceridad, y desconfían de Mí. Quiero derramar mis gra­ cias sobre ellas, pero no quieren aceptarlas. Me tratan como cosa muerta, cuando tengo el cora­ zón lleno de amor y misericordia.
Sor Faustina vivió apenas tres años y medio después de ese primer Domingo de Misericordia, y vio que la imagen pintada ganaba cada vez más aceptación. Sufrió muchos dolores y malestares inexplicables mientras pro­seguía su misión de intercesión, pero la enfermedad la iba carcomiendo inexorablemente. Finalmente, des­pués de dos largos períodos de hospitalización, Santa Faustina del Santísimo Sacramento cerró los ojos apaciblemente el 5 de octubre de 1938, esperando con ansias el abrazo del Señor.
Apóstoles de la Misericordia. La experiencia de Santa Faustina revela que Jesús es un Salvador ínti­mamente personal, que puede y quiere satisfacer todas las necesida­des de sus fieles. Por la fuerza de su relación con Cristo pudo vencer gra­dualmente la tendencia al pecado y entregarle sus afectos y su obediencia a Jesús por encima de todo.
Todos los cristianos podemos conocer a Cristo de un modo similar y experimentar el poder divino para vencer al pecado e ir doblegando los hábitos desordenados que nos aíslan de los demás y de Dios mismo.
La misericordia divina es inmensa; nadie queda excluido de la obra sal­vífica de la cruz; pero solamente quienes reconocen su necesidad de misericordia la invocan; los que per­miten que el Espíritu Santo les haga ver sus pecados descubren que necesi­tan un Salvador. Si todos los hombres y mujeres se dispusieran a recibir la tierna compasión de Dios en Cristo Jesús, llegarían a ser también após­toles de la misericordia como Santa Faustina.
Veintisiete años después de la muerte de Sor Faustina comenzó el proceso de canonización. Fueron pre­sentados a consideración dos casos de sanaciones milagrosas. El primero fue el de la señora Maureen Digan, de Massachusetts, y el segundo fue la sanación de una condición congé­nita del corazón del Padre Pytel en el día del aniversario de la muerte de Sor Faustina el 5 de octubre de 1995.
Santa Faustina fue canonizada el 30 de abril de 2000 por el Papa Juan Pablo II, el Domingo de la Divina Misericordia, ante una gran multitud de peregrinos de la Divina Misericor­dia. Santa Faustina posee el honor de ser la primera Santa canonizada en el siglo XXI y del segundo milenio.
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Elena Kowalska nació el 25 de agosto de 1905 en Lodz, zona central de Polonia. Su papá era carpintero y también tra-bajaba la finca; su mamá se ocupaba principalmente de cuidar a sus diez hijos.
Elena era conocida porque desde la niñez le gustaba rezar durante horas. A veces, al orar de noche veía luces brillantes que la llenaban de alegría.
A los 18 años de edad quiso ingre­sar al convento, pero sus padres se opusieron rotundamente. Se empleó como ama de casa para ayudar a sostener a su familia y comprar el vestuario que debían tener las novi­cias. Desalentada, trató de consolarse con cosas del mundo; se vistió más a la moda y adoptó una vida social más activa; pero en lugar de paz y contento, más tarde escribía que “la incesante llamada de la gracia me causaba mucha angustia.”

El dilema de Elena terminó final­mente dos años más tarde, como se lee en su diario:
Una vez estaba en un baile con una de mis hermanas y todos lo estaban pasando muy bien, pero yo sentía grandes tor­mentos en el alma. Comencé a bailar, pero de repente vi a Jesús a mi lado, que empezó a retor­cerse de dolor y a quitarse la ropa para dejar al descubierto su cuerpo lleno de llagas, y me dijo: “¿Hasta cuándo voy a tener que soportarte y hasta cuándo me vas a tener esperando?”… Me fui a sentar junto a mi que­rida hermana y simulé tener un fuerte dolor de cabeza… Des­pués de un rato me levanté y me escapé sin que nadie se diera cuenta, dejando atrás a mi hermana y mis amigas, y me dirigí a la Catedral de San Esta­nislao Kostka.
En la catedral escuchó que Dios le decía “Ve de inmediato a Varsovia; allí entrarás a un convento.” Elena, que se estaba quedando en casa de un tío, empacó sus cosas pero dejó la mayor parte de su ropa, porque se dijo: “Lo que llevo puesto es suficiente. Jesús proveerá para todas mis necesidades.”
En Varsovia comenzó a buscar un convento que la aceptara, pero casi todos la rechazaban. Solamente las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia accedieron a admitirla, pero después de un año.
Formación y preparación. Final­mente ingresó al convento en agosto de 1925 y adoptó el nombre de Sor Faustina, nombre que significa “dichosa” o bienaventurada, porque finalmente lograba sentirse de esa manera. Al cabo de un año de paz y tranquilidad, empezó a sufrir angus­tias y conflictos interiores:
La oscuridad fue cubriendo mi alma con sus sombras. La ora­ción no me consolaba y me costaba mucho meditar; más bien me llenaba de miedo. Trataba de adentrarme más al interior de mi ser, pero no encontraba nada más que una gran infelicidad.
Durante 18 meses padeció frus­traciones y tentaciones, mientras luchaba sin cesar por mantenerse fiel a Dios. Pero, aparte de sus tormentos internos, su salud se iba quebran­tando, porque las pruebas internas la dejaban completamente exhausta; pero también porque, sin que nadie lo supiera, había contraído tubercu­losis, enfermedad que terminaría por truncar su vida a los 33 años de edad. Recurría a toda su fuerza de voluntad para ocultar sus padecimientos, pero siempre terminaba por desplomarse y se demoraba días y a veces semanas en recobrar las fuerzas. En el convento, empezaron a des­confiar y a burlarse de ella; algunas hermanas la acusa­ban de perezosa y otras de ser víctima de histeria y hasta de delirios o alucinaciones.
Estas pruebas no estaban exentas de propósito, aunque no lo viera ella por el momento; pero Dios la estaba puri­ficando, mostrándole el pecado para que ella pudiera librarse y sentirse más unida a la divinidad. Eran pocas las ocasiones en las que lograba expe­rimentar paz o alivio, pero siempre eran momentos pasajeros. El Señor la estaba preparando conforme a sus planes, para formar en ella un “cora­zón dolido”, “hecho pedazos” (Salmo 51,17), dócil a su voluntad.
Se le revela una misión. Durante toda su vida, Faustina tuvo visiones de Jesús y en su diario dice con fre­cuencia que se sentía “llena” de Dios. Pero hubo una visión que sobresa­lió de las demás, porque en ella se le dio a conocer la llamada especial que recibiría:
Al anochecer [a principios de 1931] estaba en mi celda y vi al Señor Jesús con una túnica blanca. Tenía una mano levan­tada para bendecir, y la otra a la altura del corazón. Desde dentro de la túnica salían dos grandes rayos de luz, uno rojo y otro pálido. Seguí observando atentamente; sentía el alma llena de asombro, pero también una inmensa alegría. Después de un rato, Jesús me dijo: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y firma: Jesús, en Ti Confío. Deseo que esta ima­gen sea venerada, primero en tu capilla, y [luego] en el mundo entero… Quiero que haya una Fiesta de la Misericordia. Deseo que esta imagen sea solem­nemente bendecida el primer domingo después de Pascua; ese domingo ha de ser la Fiesta de la Misericordia.”
La visión de Faustina fue muy impresionante por la situación en que se encontraba la Iglesia en esos días. Para muchos, la fe se había redu­cido a la observancia de diversos actos de devoción y consideraban que Dios era un ser indiferente y que Iglesia era demasiado legalista, estructurada y aparentemente estéril.
Pero mandar pintar una imagen y pedir una fiesta para la misericordia no fue lo único que hizo Faustina, porque Dios la invitó a ser la “Após­tol de la Divina Misericordia”. Nadie es apto para hacer reparación por el pecado ante Dios, pero en la histo­ria de la Iglesia, algunas personas se han sentido llamadas a participar en los sufrimientos de Cristo para redi­mir al mundo. Una de estas personas fue Santa Faustina. Cristo la llamaba a interceder por todos los que se habían apartado del camino o endurecido el corazón, es decir, los que no conocían el amor de Cristo. Orando por ellos, ella experimentaba el sufrimiento de Jesús viendo cómo ellos ofendían a Dios.
Su única consolación era que, junto con sus sufrimientos, experimentaba una profunda unión con Cristo, como si tuviera una parte del cielo en su vida terrena. De buena gana aceptó lo que Dios le pedía y, desde ese momento, comenzó su misión.
Mi alma se puso reseca como un terrón y llena de tormen­ tos e impaciencia. Todo tipo de blasfemias y maldiciones se agolpaban a mis oídos y la inseguridad y la desolación me llenaban el corazón.
Al mismo tiempo, se sintió invadida del amor y la consolación de Cristo. Así, contemplando el amor supremo de Cristo crucificado, se unía más al Señor, y esperaba con ansias el día en que estuviera para siempre con Él en el cielo. Le decía: “¿Cuándo vas a venir a llevarme? ¡Me siento tan enferma y espero tanto que vengas!”
Así, mientras ella se esforzaba por llevar a cabo la misión que recibía, el Señor la consolaba y la fortalecía con palabras como las siguientes:
“Que tu corazón se llene gozo. Yo, el Señor, estoy contigo, no tengas miedo de nada, estás en Mi Corazón”… “No te desanimes por los obstáculos que encuentras al proclamar mi misericor­dia. Estas dificultades que te hieren tan dolorosamente son… para demos­trar que esta obra es mía”… “Haz lo que está en tu poder y no te preocu­pes por lo demás… He encontrado mi complacencia en tu corazón y nada me impedirá concederte gracias.”
Promesas cumplidas. Con la ayuda de su confesor, el Padre Sopocko, Faustina pudo observar al artista que pintaba la imagen y estuvo presente en la celebración del primer Domingo de la Misericordia el 28 de abril de 1935. En Vilna (hoy capital de Lituania), el Padre Sopocko celebró una Misa en honor de la misericordia de Dios, y se exhibió la imagen en presencia de miles de fieles. Durante la Misa, Santa Faustina tuvo otra visión de Cristo: Los dos rayos de luz que emanaban de su corazón envol­vían al mundo entero. Ella se quedó pasmada: ¡La misericordia no excluía a nadie! Su única tristeza era que la imagen pintada ni siquiera se aproxi­maba a la esplendorosa magnificencia que veía en sus visiones. Pero Jesús le dijo: “No en la belleza del color ni del pincel está la grandeza de esta imagen, sino en Mi gracia.”
Tanto anhela Dios librar a su pue­blo del pecado que envió a su Hijo a redimirnos. Los rayos de luz, que simbolizan la sangre y el agua que brotaron del costado de Cristo, ema­nan de su corazón para penetrar en las tinieblas del pecado con su perdón y su nuevo nacimiento. En una ocasión, Jesús le dijo:
Oh, si los pecadores conocie­ ran mi misericordia, no serían tantos los que perecen. Di a las almas pecadoras que no teman acercarse a Mí; háblales de mi gran clemencia… Yo espero a las almas, pero ellas son indiferentes. Las amo con ter­ nura y sinceridad, y desconfían de Mí. Quiero derramar mis gra­ cias sobre ellas, pero no quieren aceptarlas. Me tratan como cosa muerta, cuando tengo el cora­ zón lleno de amor y misericordia.
Sor Faustina vivió apenas tres años y medio después de ese primer Domingo de Misericordia, y vio que la imagen pintada ganaba cada vez más aceptación. Sufrió muchos dolores y malestares inexplicables mientras pro­seguía su misión de intercesión, pero la enfermedad la iba carcomiendo inexorablemente. Finalmente, des­pués de dos largos períodos de hospitalización, Santa Faustina del Santísimo Sacramento cerró los ojos apaciblemente el 5 de octubre de 1938, esperando con ansias el abrazo del Señor.
Apóstoles de la Misericordia. La experiencia de Santa Faustina revela que Jesús es un Salvador ínti­mamente personal, que puede y quiere satisfacer todas las necesida­des de sus fieles. Por la fuerza de su relación con Cristo pudo vencer gra­dualmente la tendencia al pecado y entregarle sus afectos y su obediencia a Jesús por encima de todo.
Todos los cristianos podemos conocer a Cristo de un modo similar y experimentar el poder divino para vencer al pecado e ir doblegando los hábitos desordenados que nos aíslan de los demás y de Dios mismo.
La misericordia divina es inmensa; nadie queda excluido de la obra sal­vífica de la cruz; pero solamente quienes reconocen su necesidad de misericordia la invocan; los que per­miten que el Espíritu Santo les haga ver sus pecados descubren que necesi­tan un Salvador. Si todos los hombres y mujeres se dispusieran a recibir la tierna compasión de Dios en Cristo Jesús, llegarían a ser también após­toles de la misericordia como Santa Faustina.
Veintisiete años después de la muerte de Sor Faustina comenzó el proceso de canonización. Fueron pre­sentados a consideración dos casos de sanaciones milagrosas. El primero fue el de la señora Maureen Digan, de Massachusetts, y el segundo fue la sanación de una condición congé­nita del corazón del Padre Pytel en el día del aniversario de la muerte de Sor Faustina el 5 de octubre de 1995.
Santa Faustina fue canonizada el 30 de abril de 2000 por el Papa Juan Pablo II, el Domingo de la Divina Misericordia, ante una gran multitud de peregrinos de la Divina Misericor­dia. Santa Faustina posee el honor de ser la primera Santa canonizada en el siglo XXI y del segundo milenio.

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