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Significado de las lecturas


La primera lectura (Hch 1,1-11) constituye la introducción general al libro de los Hechos de los Apóstoles, que enlaza directamente con el final del evangelio de Lucas (Hch 1,1; cf. Lc 24,45-53: "Ya traté en mi primer libro querido Teófilo todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que subió al cielo...").
De esta forma Lucas sigue el uso literario de la época de introducir el segundo volumen de una obra con una introducción que resumía el libro anterior. Para Lucas, la actividad terrena de Jesús concluye no con el momento de su muerte, sino con su ascensión al cielo, que incluye naturalmente la experiencia pascual de las apariciones. Por eso de ahora en adelante serán los apóstoles, aquellos que han visto al Señor y han sido instruidos por él "bajo la acción del Espíritu Santo" (Hch 1,2), los testigos autorizados de la palabra de Jesús y de su resurrección. En efecto, Lucas insiste en el realismo de las apariciones y en la enseñanza de Jesús Resucitado a los apóstoles antes de subir al cielo: "Después de su pasión, Jesús se les presentó muchas veces con muchas y evidentes pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios" (Hch 1,3). Estos "cuarenta días" son un número simbólico que evoca un tiempo perfecto y arquetípico. El tiempo necesario para pasar de una etapa a otra en la historia de la salvación y, por tanto, el tiempo de las manifestaciones divinas importantes y decisivas. El número evoca los cuarenta años que Israel caminó en el desierto siendo probado y educado por Dios (Dt 8,2-6); los cuarenta días que pasó Moisés en el monte Sinaí para recibir la Ley de parte de Dios (Ex 24,18); los cuarenta días de Jesús en el desierto antes de iniciar su misión (Lc 4,1-2). "Cuarenta" indica el tiempo de la prueba y de la enseñanza necesaria. En los Hechos, sin embargo, se insiste solamente en la segunda dimensión. En la tradición de los rabinos el número "cuarenta" también tenía, en línea con la tradición bíblica, un valor simbólico para indicar un período de aprendizaje completo y normativo. Lucas quiere poner de manifiesto que los apóstoles han recibido del Señor resucitado aquella formación autorizada y completa que los prepara para continuar su obra y ser testigos del reino de Dios en la historia. Jesús les recomienda no apartarse de Jerusalén y esperar la promesa del Padre, el don del Espíritu Santo. Jerusalén, la ciudad en la cual Jesús concluyó su camino, se convierte en el punto de partida de la misión de la iglesia. En Jerusalén los apóstoles recibirán el don escatológico del Espíritu Santo y desde allí comenzarán a ser testigos de Jesús hasta los confines de la tierra. Jerusalén es y permanecerá para siempre la madre de todas las iglesias. La misión de la comunidad cristiana, en efecto, echa sus raíces en aquella misma ciudad santa, sede del Templo y centro de toda la tierra santa, porque como anunció Isaías: "de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la Palabra del Señor" (Is 2,3). En Jerusalén los apóstoles serán "bautizados en el Espíritu Santo", es decir, serán inmersos en la potencia divina y vivificante del Espíritu que los llenará plenamente (Hch 2).
El texto hace referencia a la mentalidad de los apóstoles, enraizada en la esperanza mesiánica del Antiguo Testamento, en relación a la instauración del reino mesiánico en favor del pueblo elegido: "Señor, ¿vas a restablecer ahora el reino de Israel?" (v. 6). Esta expectativa no era necesariamente nacionalística o política, sino que reflejaba la estrecha concepción del pueblo de la primera alianza que limitaba la salvación a Israel. Al mismo tiempo la pregunta evoca un interrogante de la iglesia primitiva y que en nuestro tiempo vuelve a resultar de actualidad:
"¿cuándo va a ser reconstruido el Reino?". Jesús rechaza categóricamente todas las especulaciones apocalípticas sobre la fecha del fin del mundo. Ese momento definitivo del reino sólo lo conoce el Padre que guía la historia de la salvación: "No les toca conocer a ustedes los tiempos y momentos que ha establecido el Padre con su autoridad" (v. 7). En un segundo momento Jesús les enseña que no hay conexión temporal directa entre el don del Espíritu y la llegada del reino. La experiencia del Espíritu más bien servirá para dar inicio al tiempo de la iglesia, a la misión de la comunidad cristiana (Hch 1,8).
Después de este diálogo con Jesús Lucas relata la ascensión del Señor (vv. 9-11). Para comprender la narración de Lucas hay que tener en cuenta que utiliza un conocido esquema simbólico presente en tantas religiones y también en la Biblia, que coloca en lo "alto", en el "cielo", todo aquello que es mejor y que domina el ámbito "horizontal", de "abajo", de nuestro mundo, en el cual se coloca el mal y la muerte. Por eso la Biblia habla muchas veces que Dios "baja" del cielo (Gen 11,5; Es 19,11-13; Sal 144,5) para hablar con el hombre y vuelve a "subir" (Gen 17,22) después de realizar su obra. Por tanto, el lenguaje simbólico de la ascensión no tenemos que interpretarlo en base a esquemas espaciales, que representan solamente la envoltura externa. Es necesario leer la ascensión desde la óptica de la pascua y captar en este misterio el mensaje fundamental: Jesús ha sido introducido eternamente en el ámbito de la trascendencia y en el mundo de lo divino. Lucas ha intentando hacer visible la afirmación de fe en relación con la plenitud divina del Resucitado y su señorío absoluto en el mundo. Sin embargo, en el texto el acento está puesto sobre todo en la "despedida". Se trata de una "separación". El Señor Jesús ya no está presente en medio de nosotros en forma física; su cuerpo glorificado está presente ahora en la historia con la fuerza vivificante de Dios. La "nube" que oculta a Jesús de la vista de los discípulos es precisamente el signo de esta nueva forma de presencia. Un signo que al mismo tiempo "esconde" y "revela" la trascendencia de Dios. En el Antiguo Testamento la nube indica la cercanía de Yahvéh: una presencia escondida y majestuosa, pero cierta y salvadora para su pueblo (cf. Ex 13,21; 24,16.18; 33,9-11; 34,5; Ez 1,4; Sal 96/97,2; etc.). Los apóstoles aparecen "mirando atentamente" a Jesús hasta el último momento (v. 10). Este "mirar" no debe ser entendido en sentido material. Con esta indicación Lucas quiere subrayar que ellos son testigos de toda la historia de Jesús, incluido el momento de la plenitud del misterio pascual, cuando Jesús es glorificado e introducido en el mundo de Dios. Así como Eliseo que, mirando a Elías que era llevado al cielo en un carro de fuego, fue digno de recibir los dos tercios de su espíritu (2 Re 2,9-12), también los apóstoles que "miran" a Jesús recibirán el Espíritu de Jesús. El Resucitado continuará estando presente en los apóstoles mediante el Espíritu.
El texto de los Hechos, en síntesis, invita a superar una fe pasiva y demasiado ligada a lo espectacular: "Por qué se han quedado mirando al cielo?" (Hch 1,10). Estas palabras son un llamado indirecto a no perder el tiempo cuando hay que ser testigos de Jesús y a no esperar del cielo soluciones milagrosas o revelaciones especiales. La desaparición material de Jesús marca el inicio de la misión y del compromiso de la iglesia. La fe verdadera se basa, según las palabras de Jesús en el v. 8, en la fuerza del Espíritu, en el testimonio cristiano en el mundo y en la apertura universal de la iglesia. La ascensión, más que recuerdo, es exigencia y llamado a la misión y al compromiso.
El evangelio (Lucas 24, 46-53 ) refiere la aparición pascual en Galilea. El mensaje de la fiesta se mueve en varias direcciones: indica el triunfo de Jesús sobre las peripecias y limitaciones terrenas; señala el retorno de Cristo a la gloria del Padre como antecedente y muestra del que ocurrirá para los creyentes; manifiesta su señorío sobre la historia y la creación; muestra el inicio de la nueva vida junto a Dios; e invita al cristiano a superar lo caduco y aspirar y buscar lo otro, lo definitivo y permanente del más allá desde el más acá. Aunque la Iglesia celebra en secuencia los eventos de la muerte, resurrección y ascensión (glorificación) de Cristo, en realidad los propone simplemente como aspectos complementarios del único misterio pascual.
En este sentido, Los evangelistas terminan sus respectivos evangelios asegurando a los apóstoles que Jesús los comisiona a continuar su obra y a repetir sus señales. Ahora toca a ellos cuidar los intereses de Dios y reflejar su fidelidad al Emmanuel, siendo activos en el mundo y seguros de su presencia (Mateo y Marcos). En cambio, Lucas describe lo indescriptible en forma de compromiso. Los seguidores de Jesús no tienen tiempo de ver cómo quedó el cielo después de la ascensión de Jesús, sino de volver a la ciudad humana, ser alegres, alabar a Dios y anunciar a todos los hombres que, gracias a Cristo, Dios concede la conversión y el perdón de los pecados para recibir la salvación (evangelio).

Así pues la ascensión de Jesús a la gloria recuerda dos cosas fundamentales a la comunidad cristiana: que la plenitud de vida se consigue solamente después de la existencia terrena; y que la promesa de esa vida nueva por alcanzar no es ilusión, ni sueño ni utopía, sino una realidad que ha iniciado ya en la persona de cada uno de los cristianos. En otras palabras, la ascensión se comprende a medida que el cristiano deja de mirar el espacio intentando hallar el agujero por donde Jesús entró al Cielo o por donde él mismo "podría treparse" a la gloria. La ascensión hace volver al cristiano al lugar en donde se encuentran los hombres; lo invita a trabajar entre ellos y lo convence de ser presencia activa de Cristo mientras no llegue su propio retorno al Padre.
La Ascensión inicia ahora como preparación del mañana. En su momento, Cristo se encargará de darnos la perfección e incluirnos en su vida eterna como nos ha prometido.

El hecho de la Ascensión es relatado no solamente en los pasajes de la Escritura citados arriba, sino también es predecido y mencionado en otros lugares como un hecho establecido. Por ejemplo en Juan 6:62, Cristo pregunta a los Judíos: "Pues que sería si vierais al Hijo del hombre subir ahí a donde estaba antes?" y en 20:17, dice a María Magdalena: "No me toques, porque aún no he subido al Padre, pero ve a mis hermanos y díles: Subo a mi padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." Además en Efesios 4:8-10, y en Timoteo 3:16, se habla de la Ascensión de Cristo como un hecho aceptado.
El lenguaje empleado por los Evangelistas para describir la Ascensión debe ser interpretado de acuerdo al uso. Decir que fue elevado o que ascendió, no necesariamente implica que localizaran al cielo directamente encima de la tierra; de la misma manera que las palabras "sentado a la derecha del Padre" no significan que esa sea realmente su postura. Al desaparecer de su vista "Fue arrebatado a vista de ellos y una nube lo sustrajo de sus ojos" (Hechos1:9), y entrando en la gloria permanece con el Padre en el honor y poder denotado en la frase de la escritura.
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La primera lectura (Hch 1,1-11) constituye la introducción general al libro de los Hechos de los Apóstoles, que enlaza directamente con el final del evangelio de Lucas (Hch 1,1; cf. Lc 24,45-53: "Ya traté en mi primer libro querido Teófilo todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que subió al cielo...").
De esta forma Lucas sigue el uso literario de la época de introducir el segundo volumen de una obra con una introducción que resumía el libro anterior. Para Lucas, la actividad terrena de Jesús concluye no con el momento de su muerte, sino con su ascensión al cielo, que incluye naturalmente la experiencia pascual de las apariciones. Por eso de ahora en adelante serán los apóstoles, aquellos que han visto al Señor y han sido instruidos por él "bajo la acción del Espíritu Santo" (Hch 1,2), los testigos autorizados de la palabra de Jesús y de su resurrección. En efecto, Lucas insiste en el realismo de las apariciones y en la enseñanza de Jesús Resucitado a los apóstoles antes de subir al cielo: "Después de su pasión, Jesús se les presentó muchas veces con muchas y evidentes pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios" (Hch 1,3). Estos "cuarenta días" son un número simbólico que evoca un tiempo perfecto y arquetípico. El tiempo necesario para pasar de una etapa a otra en la historia de la salvación y, por tanto, el tiempo de las manifestaciones divinas importantes y decisivas. El número evoca los cuarenta años que Israel caminó en el desierto siendo probado y educado por Dios (Dt 8,2-6); los cuarenta días que pasó Moisés en el monte Sinaí para recibir la Ley de parte de Dios (Ex 24,18); los cuarenta días de Jesús en el desierto antes de iniciar su misión (Lc 4,1-2). "Cuarenta" indica el tiempo de la prueba y de la enseñanza necesaria. En los Hechos, sin embargo, se insiste solamente en la segunda dimensión. En la tradición de los rabinos el número "cuarenta" también tenía, en línea con la tradición bíblica, un valor simbólico para indicar un período de aprendizaje completo y normativo. Lucas quiere poner de manifiesto que los apóstoles han recibido del Señor resucitado aquella formación autorizada y completa que los prepara para continuar su obra y ser testigos del reino de Dios en la historia. Jesús les recomienda no apartarse de Jerusalén y esperar la promesa del Padre, el don del Espíritu Santo. Jerusalén, la ciudad en la cual Jesús concluyó su camino, se convierte en el punto de partida de la misión de la iglesia. En Jerusalén los apóstoles recibirán el don escatológico del Espíritu Santo y desde allí comenzarán a ser testigos de Jesús hasta los confines de la tierra. Jerusalén es y permanecerá para siempre la madre de todas las iglesias. La misión de la comunidad cristiana, en efecto, echa sus raíces en aquella misma ciudad santa, sede del Templo y centro de toda la tierra santa, porque como anunció Isaías: "de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la Palabra del Señor" (Is 2,3). En Jerusalén los apóstoles serán "bautizados en el Espíritu Santo", es decir, serán inmersos en la potencia divina y vivificante del Espíritu que los llenará plenamente (Hch 2).
El texto hace referencia a la mentalidad de los apóstoles, enraizada en la esperanza mesiánica del Antiguo Testamento, en relación a la instauración del reino mesiánico en favor del pueblo elegido: "Señor, ¿vas a restablecer ahora el reino de Israel?" (v. 6). Esta expectativa no era necesariamente nacionalística o política, sino que reflejaba la estrecha concepción del pueblo de la primera alianza que limitaba la salvación a Israel. Al mismo tiempo la pregunta evoca un interrogante de la iglesia primitiva y que en nuestro tiempo vuelve a resultar de actualidad:
"¿cuándo va a ser reconstruido el Reino?". Jesús rechaza categóricamente todas las especulaciones apocalípticas sobre la fecha del fin del mundo. Ese momento definitivo del reino sólo lo conoce el Padre que guía la historia de la salvación: "No les toca conocer a ustedes los tiempos y momentos que ha establecido el Padre con su autoridad" (v. 7). En un segundo momento Jesús les enseña que no hay conexión temporal directa entre el don del Espíritu y la llegada del reino. La experiencia del Espíritu más bien servirá para dar inicio al tiempo de la iglesia, a la misión de la comunidad cristiana (Hch 1,8).
Después de este diálogo con Jesús Lucas relata la ascensión del Señor (vv. 9-11). Para comprender la narración de Lucas hay que tener en cuenta que utiliza un conocido esquema simbólico presente en tantas religiones y también en la Biblia, que coloca en lo "alto", en el "cielo", todo aquello que es mejor y que domina el ámbito "horizontal", de "abajo", de nuestro mundo, en el cual se coloca el mal y la muerte. Por eso la Biblia habla muchas veces que Dios "baja" del cielo (Gen 11,5; Es 19,11-13; Sal 144,5) para hablar con el hombre y vuelve a "subir" (Gen 17,22) después de realizar su obra. Por tanto, el lenguaje simbólico de la ascensión no tenemos que interpretarlo en base a esquemas espaciales, que representan solamente la envoltura externa. Es necesario leer la ascensión desde la óptica de la pascua y captar en este misterio el mensaje fundamental: Jesús ha sido introducido eternamente en el ámbito de la trascendencia y en el mundo de lo divino. Lucas ha intentando hacer visible la afirmación de fe en relación con la plenitud divina del Resucitado y su señorío absoluto en el mundo. Sin embargo, en el texto el acento está puesto sobre todo en la "despedida". Se trata de una "separación". El Señor Jesús ya no está presente en medio de nosotros en forma física; su cuerpo glorificado está presente ahora en la historia con la fuerza vivificante de Dios. La "nube" que oculta a Jesús de la vista de los discípulos es precisamente el signo de esta nueva forma de presencia. Un signo que al mismo tiempo "esconde" y "revela" la trascendencia de Dios. En el Antiguo Testamento la nube indica la cercanía de Yahvéh: una presencia escondida y majestuosa, pero cierta y salvadora para su pueblo (cf. Ex 13,21; 24,16.18; 33,9-11; 34,5; Ez 1,4; Sal 96/97,2; etc.). Los apóstoles aparecen "mirando atentamente" a Jesús hasta el último momento (v. 10). Este "mirar" no debe ser entendido en sentido material. Con esta indicación Lucas quiere subrayar que ellos son testigos de toda la historia de Jesús, incluido el momento de la plenitud del misterio pascual, cuando Jesús es glorificado e introducido en el mundo de Dios. Así como Eliseo que, mirando a Elías que era llevado al cielo en un carro de fuego, fue digno de recibir los dos tercios de su espíritu (2 Re 2,9-12), también los apóstoles que "miran" a Jesús recibirán el Espíritu de Jesús. El Resucitado continuará estando presente en los apóstoles mediante el Espíritu.
El texto de los Hechos, en síntesis, invita a superar una fe pasiva y demasiado ligada a lo espectacular: "Por qué se han quedado mirando al cielo?" (Hch 1,10). Estas palabras son un llamado indirecto a no perder el tiempo cuando hay que ser testigos de Jesús y a no esperar del cielo soluciones milagrosas o revelaciones especiales. La desaparición material de Jesús marca el inicio de la misión y del compromiso de la iglesia. La fe verdadera se basa, según las palabras de Jesús en el v. 8, en la fuerza del Espíritu, en el testimonio cristiano en el mundo y en la apertura universal de la iglesia. La ascensión, más que recuerdo, es exigencia y llamado a la misión y al compromiso.
El evangelio (Lucas 24, 46-53 ) refiere la aparición pascual en Galilea. El mensaje de la fiesta se mueve en varias direcciones: indica el triunfo de Jesús sobre las peripecias y limitaciones terrenas; señala el retorno de Cristo a la gloria del Padre como antecedente y muestra del que ocurrirá para los creyentes; manifiesta su señorío sobre la historia y la creación; muestra el inicio de la nueva vida junto a Dios; e invita al cristiano a superar lo caduco y aspirar y buscar lo otro, lo definitivo y permanente del más allá desde el más acá. Aunque la Iglesia celebra en secuencia los eventos de la muerte, resurrección y ascensión (glorificación) de Cristo, en realidad los propone simplemente como aspectos complementarios del único misterio pascual.
En este sentido, Los evangelistas terminan sus respectivos evangelios asegurando a los apóstoles que Jesús los comisiona a continuar su obra y a repetir sus señales. Ahora toca a ellos cuidar los intereses de Dios y reflejar su fidelidad al Emmanuel, siendo activos en el mundo y seguros de su presencia (Mateo y Marcos). En cambio, Lucas describe lo indescriptible en forma de compromiso. Los seguidores de Jesús no tienen tiempo de ver cómo quedó el cielo después de la ascensión de Jesús, sino de volver a la ciudad humana, ser alegres, alabar a Dios y anunciar a todos los hombres que, gracias a Cristo, Dios concede la conversión y el perdón de los pecados para recibir la salvación (evangelio).

Así pues la ascensión de Jesús a la gloria recuerda dos cosas fundamentales a la comunidad cristiana: que la plenitud de vida se consigue solamente después de la existencia terrena; y que la promesa de esa vida nueva por alcanzar no es ilusión, ni sueño ni utopía, sino una realidad que ha iniciado ya en la persona de cada uno de los cristianos. En otras palabras, la ascensión se comprende a medida que el cristiano deja de mirar el espacio intentando hallar el agujero por donde Jesús entró al Cielo o por donde él mismo "podría treparse" a la gloria. La ascensión hace volver al cristiano al lugar en donde se encuentran los hombres; lo invita a trabajar entre ellos y lo convence de ser presencia activa de Cristo mientras no llegue su propio retorno al Padre.
La Ascensión inicia ahora como preparación del mañana. En su momento, Cristo se encargará de darnos la perfección e incluirnos en su vida eterna como nos ha prometido.

El hecho de la Ascensión es relatado no solamente en los pasajes de la Escritura citados arriba, sino también es predecido y mencionado en otros lugares como un hecho establecido. Por ejemplo en Juan 6:62, Cristo pregunta a los Judíos: "Pues que sería si vierais al Hijo del hombre subir ahí a donde estaba antes?" y en 20:17, dice a María Magdalena: "No me toques, porque aún no he subido al Padre, pero ve a mis hermanos y díles: Subo a mi padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios." Además en Efesios 4:8-10, y en Timoteo 3:16, se habla de la Ascensión de Cristo como un hecho aceptado.
El lenguaje empleado por los Evangelistas para describir la Ascensión debe ser interpretado de acuerdo al uso. Decir que fue elevado o que ascendió, no necesariamente implica que localizaran al cielo directamente encima de la tierra; de la misma manera que las palabras "sentado a la derecha del Padre" no significan que esa sea realmente su postura. Al desaparecer de su vista "Fue arrebatado a vista de ellos y una nube lo sustrajo de sus ojos" (Hechos1:9), y entrando en la gloria permanece con el Padre en el honor y poder denotado en la frase de la escritura.

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