Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado. Os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti. Si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti. No resistáis al que es malo. Más bien, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. No siete, sino hasta setenta veces siete debéis perdonar de corazón a vuestro hermano.
Todas esas son palabras de Cristo. Por tanto, no es fácil ser cristiano. No es fácil poner la otra mejilla. No es fácil ser misericordiosos como Dios es misericordioso. No es fácil el no responder con mal al mal. No es fácil andar en el camino de la santidad para ser perfectos como Dios es perfecto. No es fácil imitar a Cristo. No es fácil cargar con la cruz. No es fácil decir no a las tentaciones. No es fácil arrepentirse de verdad después de haber pecado. Y aun experimentando el perdón de Dios personalmente, no es fácil perdonar. No es fácil confiar en Dios cuando todo a tu alrededor parece venirse abajo. No es fácil soportar el fuego de la prueba cuando viene en forma de enfermedad o de persecución. No es fácil no dejarse llevar por la corriente de este mundo y vivir y comer como si no fuera a haber juicio.
Mas el amor todo lo puede, todo lo facilita, a todo responde con bien, todo lo santifica, todo lo bueno imita, todo lo carga, todo lo soporta y todo lo perdona. Sin amor nada somos y en el amor de Dios lo somos todo, porque Dios mismo es amor. El amor humano es limitado y puede enfriarse. El amor de Dios no se apaga nunca y es mecha que enciende nuestro débil corazón para que podamos amarle, para que podamos amar al prójimo. Nuestro amor a Dios se mide por nuestro amor al prójimo. Tanto amamos a los demás, tanto amamos a Dios. Y aunque no es imposible amar a lo demás sin amar a Dios, no podremos profundizar en nuestro amor a Dios si nos lo guardamos para nosotros mismos y no se lo entregamos al prójimo. Y ese amor a veces duele, como le dolió a Cristo amarnos hasta el final en la cruz. Pero precisamente porque Él amó hasta lo sumo, nosotros podemos amar hasta la entrega total por nuestros semejantes, que son imagen del Dios a quien amamos.
Si sientes que tu corazón se seca, acércate al sacramento del amor. Acércate a la Eucaristía, donde Cristo se te ofrece completamente para tener plena comunión contigo. Pide a Dios que cada vez que comulgues sea un verdadero encuentro con el Salvador y nunca una mera rutina, porque la rutina es asesina del verdadero amor. No pretendas avanzar por el camino hacia el Padre sin reponer fuerzas en los brazos del Hijo y bajo la sombra del Espíritu Santo. Y entonces todo aquello que era difícil y prácticamente imposible, lo tendrás al alcance de tu mano. Cruzarás el Jordán cuyas aguas son gracia divina y entrarás en la tierra prometida de la salvación.
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